Raíces


Aline Peterson

Hacía algunas horas que ella estaba sentada en frente del gran árbol que encontró por acaso durante un paseo por el bosque que hacía mucho tiempo no visitaba. Era probablemente lo más alto y más grueso árbol que ya había visto en sus sesenta años de edad. No es que fuera la primera vez que veía aquel árbol, pero era la primera vez que lo miraba. Ahora observaba con atención cada detalle del tronco, las marcas del tiempo, las cáscaras perdidas en algunas partes, sus colores marrones de diferentes tonos, sus ramas, algunas rotas, algunas llenas de flores.

El árbol era como algo único en medio de toda la vida de que el bosque era rodeado. Y al mismo tiempo que necesitaba de toda aquella vida, toda aquella vida también necesitaba de él: los pájaros que aterrizaban en sus ramas en busca de descanso retribuían con sus cantos y colores. Una especie de cambio de afecto puro que hay en la naturaleza.

Lo más increíble de todo era que, mirando aquel árbol, percibió que por más viejo que fuera, no era completo y nunca lo sería. Siempre habría más ramas y flores a crecer por todo su cuerpo anciano. Siempre sería una fuente para la existencia que estaba a su alrededor mientras recibiese la fuerza vital que los seres del bosque le concedían también. Este intercambio nunca habría de tener un final, puesto que su vida estaría presente en tantas otras vidas que tuvieron la oportunidad de nutrirse un rato de la vida que corre por sus raíces.

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